Las últimas semanas han sido duras. Mi esposa enfermó repentinamente y nos pasamos varios días en el hospital. Por un efecto de la llamada “Ley de Murphy”, llegamos hasta un nosocomio dependiente del Gobierno de la Ciudad de México, conocido como Rubén Leñero, mismo que en mi adolescencia, era más conocido con el apodo de “El Rubén Me Muero”.
Hasta el área de Urgencias de dicho sanatorio, llegan muchas de las víctimas de la violencia que azota a la megalópolis, por lo cual, te toca ver de pronto cuadros muy desgarradores: Balaceados, acuchillados, quemados, golpeados y un largo etcétera. En sus pasillos por ejemplo, puedes ver a presos encadenados de pies y manos, escoltados por policías federales, en busca de algún médico.
A diferencia de su homólogo en el IMSS, aquí de pronto aparece no una trabajadora social, sino un agente con pistola, que pregunta por alguien en la sala donde esperan los familiares de los enfermos. O en uno de los episodios más desconsolados que observé ahí: el de una madre que gritaba enloquecida, porque el cadáver de su hijo yacía en la morgue del Ministerio Público adscrito al lugar.
También podría rescatar la historia del “borrachito” que vomitaba su propio plasma, un sábado en la madrugada. Mientras dormitaba sobre el frío asiento de una incómoda banca de metal, escuché que finalmente, tras mucho pedir ayuda, fue atendido por los médicos, sólo para ser echado con cajas destempladas unas horas más tarde. ¿Qué le sucedió al señor?
Según me contó mi cónyuge, este ebrio personaje recibió la atención, sólo para pedir “su botellita de refresco” tiempo después. Y es que, en dicho recipiente, había una combinación entre refresco de cola y alcohol, cuyo contenido fuevaciado a una atarjea, acompañado de una amonestación severa: “Ustedes no entienden, no quieren curarse”, le dijo una enfermera al tipo.
Y agregó: “Cuando termine de pasar su suero, retírese, por favor”. En fin, una auténtica representación en vivo y en directo de La Divina Comedia de Dante Alighieri, con personajes de carne, hueso y sangre… Mucha, en exceso.
Y dentro de ese cúmulo de dolor encapsulado en un solo edificio, mi chava me contó que muchas de esas personas atendidas ahí, fueron heridas “por no aflojar el celular”.
Para darnos una idea del terreno donde pisamos, mencionaré un par de párrafos de un artículo publicado en la edición virtual del Periódico La Jornada el pasado 6 de junio, firmado por la periodista Bertha Teresa Ramírez:
“Luego de que en el periodo de marzo de 2012 a marzo de 2016 se registraran un millón 705 mil reportes de celulares robados, la bancada del Movimiento Ciudadano en la ALDF, planteó endurecer las penas por la comisión de este ilícito en la capital.
De acuerdo con cifras de la Asociación Nacional de Telecomunicaciones (Anatel), el robo de este tipo de aparatos se incrementó en México 37.8 por ciento durante 2015 respecto de 2014, señaló el coordinador parlamentario Armando López Campa”.
La nota no hace mención de ningún porcentaje relacionado a “robo con violencia”, ni tampoco ofrece números aproximados de los hurtos que no se denuncian, pero lo vivido en esos aciagos días por mi mujer, me llevó a plantearme una pregunta de carácter existencial: “¿Vale la pena comprarte un teléfono celular de los más nuevos y caros, sólo para ser lastimado, en caso de una infame ratería?
Espero no ser malentendido. Como firme seguidor del concepto del “Libre albedrío”, yo no critico a nadie por comprarse lo que sus recursos económicos o sus meros caprichos consumistas le dicten, mientras tenga para pagarlo.
Empero… ¿Vale la pena “embarcarse económicamente” con un smartphone de última generación, si tienes que viajar en combi, pesero, metro, metrobús, tren suburbano o en camión chimeco, para llegar a tu hogar, al trabajo, a tu escuela o simplemente para salir a dar el rol por ahí, con tu familia o tu pareja?
En redes sociales, tengo algunos conocidos que hacen mofa de este acto: “Ya me tocó ver a un wey que trae un IPhone 6, recargándole 50 pesos de saldo a su celular”. Aunque todo ese “bullyng cibernético” palidece contra la realidad, como la del joven de cuyo hombro escurría un hilo de sangre, mientras firmaba una responsiva a los médicos, quienes tenían que operarlo de inmediato.
Y debían hacerlo, pues una bala fue a alojarse en su cuerpo, “por resistirse a entregar su fon”, me comentó mi chica en voz baja, mientras lo veíamos desaparecer hacia el quirófano.
Sí, en efecto, necesitamos estar comunicados. Pero, ¿no es lo mismo hablar con un aparato de 300 pesos, que con uno de 18,000? Yo por ejemplo, podría decir que hasta hace poco y sólo por requerimientos de mi trabajo, dejé de usar un (ahora) añorado teléfono donde podría hablar y mandar mensajes a través de whatsapp; aparte de ser pequeño y durarle la pila una semana.
Finalmente, ustedes harán lo que su voluntad les diga. Está bien, sólo háganse algunas preguntas básicas, la próxima vez. ¿Realmente necesito algo de este precio?, ¿es para farolear con mis amigos, o realmente lo voy a ocupar para el trabajo?, ¿tengo que viajar diario en transporte público?, ¿o pasar por sitios peligrosos? Y lo principal ¿valdrá la pena poner en riesgo mi vida por uno de estos aparatos?
Que la luz ilumine sus respuestas… Y sus decisiones
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