Estás en el sillón. Pensando quizá en que has sido tu propio héroe. Las batallas desencadenadas, todas, las has ganado. Por micro-lapsos frente a la pantalla, te regresan las imágenes. Estás tan absorto, que ignoras que estoy inquieta, haciendo ruido con mis piecitos descalzos, por toda la planta baja.
Y sin más, de un salto me monto en el respaldo del sillón, te tomo por sorpresa ¡casi caes al piso! Ja, ja. Me meto forzosamente entre tu espalda y el sillón beige aferrándome a ambos, ríes, reclamándome de que casi te echo de tu recinto nocturno, ja, ja. No te contesto, pero me abrazó a tu tersa espalda.
– “Quiero tus labios”, te digo.
– “Bien”, me respondes.
Te molesta ligeramente que haya brincado en tu sillón dominguero, pero a mí no me importó. Es más, lo disfrute, realmente saboreé el transgredir tu paz.
– “Mal”, me increpas.
Meto mis deditos bajo el cuello O de tu playera negra. Los tengo helados. Río. Y tú ¡enfureces! Ja, ja.
– “No los saco. Quiero que me entibies”, susurro.
– “Bien”, murmuras. “Veo que han endurecido tus pezones”, comentas.
Y me coloco aún más cerca de tu cuello. Mi pierna hace presa a tu cadera, contagiando tu arremolinado trasero de medio siglo, de ese calor que emerge de mi ardiente sexo, húmedo ya por mis rebeldes roces en tu cuerpo.
Sigo acariciándote sin prisa, no quiero detenerme, se ha creado en mi inconsciente el deseo enardecido de hacerte mío una vez más. Me dejas hacer todas aquellas ligeras caricias, porque me has entregado ese derecho.
Con cierto enfado ordenas: “¡Ya cógeme por favor!”.
Suelto una estruendosa carcajada, mientras me monto en tu cadera, arrancándome de entre mis hombros mi blusita, dejándote al desnudo mis muy duros senos, que como un bebé hambriento, prendes de tu boca como una súplica demencial.
Entonces froto con gran presión mi sexo incandescente sobre tu ya erecto y varonil falo y despliego una danza de inevitable seducción; dejándome arrastrar hacia ella como una hambrienta cachorra de hiena sobre sus frescas presas.
Destrozas con fuerza mi diminuto short de entre mi cadera para dejarme totalmente desnuda y sumisa. Con una mano te bajas el cierre y dejas salir a tu enfurecido pene, palpitante, clavándomelo en mi profundidad húmeda y temblorosa. Te deseaba. ¡Aaah!
Al instante, colocas los dedos de tu mano izquierda dentro de mi boca, obligándome a succionarlos como antes lo hacías con mis pezones.
Sobre los embates de tu cadera taladrando en mi estrecha vagina treintañera, con rudeza me penetras, acallando mis gritos con tus dedos, que mancillan mi lengua trémula.
Sostienes mi espalda balanceándome hacia atrás para quedar tendida sobre tu inmaculado sillón, sólo para colocar mis rodillas sobre mis hombros. Entras totalmente en mí, siento hasta mi garganta tus salvajes embestidas ¡qué chingón!
Enloquezco de placer, deseando más, más. Comienzas a lamer con frenesí mis pies de 23.5 centímetros desnudos, tu lengua se desliza por cada uno de mis deditos, que experiencia tan abrumante y a la vez tan cachonda. ¡Aggg!. No conocía ese cosquilleo desde mis dedos hasta mi vientre, incrementado con tus acometidas salvajes. Ah, ah, sí, así Dragón, soy tuya.
Te sales de y aunque siente que me falta el aire, te grito “¡No me la saques!”. Pero entonces me giras boca abajo y me haces dar unos pasos para quedar casi en el vacío. Depositas mi cadera sobre el descanso del sillón en tanto que mis manos tocan el azulejo de mármol blanco.
Y así, sin más, tu lengua se clava como aguja en mi cavidad femenina, temblorosa y vibrante, llevándome del placer gozoso al dolor que provocas sobre mi trasero, mientras me nalgueas de forma desquiciada. ¿Qué haces, dragón? Con la boca ocupada ni siquiera te molestas en contestar y sólo lanzas otros “manazos” sobre ellas. ¿Qué chingados, haces?, vuelvo a preguntarte, recibiendo como respuesta más azotes, uno más atronador que el otro.
Quiero salir de ahí, pero tus grandes brazos de medio siglo, aterciopelados por una gruesa capa de vello entrecano, están sobre la mitad de mi cuerpo, impidiéndome huir de ese espacio de tortura sexual.
Sigues golpeando mis redondasnalgas, que para este instante ya están adormecidas y muy, muy enrojecidas, lo puedo sentir. Las lágrimas comienzan a invadir mi rostro, dentro de mi surge un poder inamovible que se ha tatuado en mi pecho como todos mis tatuajes que surcan mi espalda.
Dejas de lamer mis labios vaginales y también, así, sin más, penetras mi ardiente vagina, con ritmos acompasados, arriba y abajo, arriba y abajo. ¡Seeeeeeeeee!
– “¿Serás buena y no volverás a interrumpirme?”, preguntas, absolutamente dueño de la situación… riéndote como un poseso, con carcajadas que me causan terror incluso.
Solo muevo la cabeza afirmando, mientras mis lágrimas ensombrecen mi vista. Ya quiero que pares, ya no es divertido.
A los pocos minutos descargas tu semen espeso y blanco en mi profundo altar, erótico y carnal, maltrecho física y emocionalmente.
Te levantas y te diriges al baño, me dejas desecha en aquel sillón.
Me incorporo con gran dolor, limpiándome con gran tristeza el mar salado que rodó sobre mis mejillas. Y entonces eché un vistazo a la planta baja de tu casa en Coyoacán.
Hermosa, sí, de buen gusto, “claro, 50 mil dólares anuales libres de impuesto por ser servidor público en el IMER, se ven reflejados en tu fantasía de poder. Casi todo es de diseñador. Me alegro mucho por ti, tendrás una buena pensión de retiro.
Camino hacia mi mochila que está en el pasillo, en el garage. Me pongo los zapatos, saco de ella otro juego de ropa y me visto. Camino hacia tu estudio, estás ahí jugando Halo con tu X Box.
– “¿Te vas?”, me preguntas. Tu juego está en pausa y me miras, pero no reparas en que he llorado, no ves o finges no ver lo hinchado de mis pómulos.
– “Sí”, exclamo.
Te doy un beso en la frente y me doy media vuelta hacia el garage. Saco las llaves, dejo las dos que abren tu casa, tomo mi bici blanca de poliuretano y salgo de aquella casa.
A cada pedaleo que doy, se endurece como el concreto en mi mente una lapidaria: “No soy más tuya”. Mientras recorro el Jardín de las Rosas, sin prisa, me alegra haberte pedido que te casaras conmigo alguna vez y que nunca me contestaste ni sí, ni no.
Sonrío con gran alegría, no me duelen las nalgas de la madriza que me pusiste, es más, ni te odio, serás siempre mi Dragón del Rosedal en Coyoacán de esta gran ciudad.
BUSCANOS